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Tensiones y agencia en la escuela pública hoy

Tensions and agency in the school today

Ana María Guzmán Mora *
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Colombia

Tensiones y agencia en la escuela pública hoy

IE Revista de Investigación Educativa de la REDIECH, vol. 10, núm. 19, pp. 207-220, 2019

Red de Investigadores Educativos Chihuahua A. C.

Recepción: 21 Junio 2019

Aprobación: 23 Septiembre 2019

Resumen: El presente artículo es un ejercicio argumentativo en el marco de la investigación “La función social de los maestros/as de secundaria en la escuela pública de Bogotá”. Reflexiona en torno al problema de la instrucción en la escuela, las prácticas pedagógicas de los maestros y la potencialidad de esta en perspectiva de agencia. Para ello se toman algunos referentes desde la sociología y la pedagogía crítica y se postulan algunos elementos para la discusión sobre la configuración de la institución escolar en la actualidad, así como el papel del maestro en la construcción de esa institucionalidad a través de prácticas de saber de las que es sujeto de experiencia.

Palabras clave: agencia, escuela, maestro, práctica pedagógica, saber.

Abstract: The following article is an argumentative exercise in the framework of the research “The social function of teachers in high school in the public school in Bogotá”. Reflects on the problem of instruction in the school, the pedagogical practices of teachers and its potential in the perspective of agency. For this purpose, some theoretical references are taken from sociology and critical pedagogy. Some elements are postulated for the discussion about the configuration of the scholar institution at present and the role of the teacher in the construction of this institution, through knowledge practices of knowing that you are the subject of experience.

Keywords: agency, school, teacher, pedagogical practice, knowledge.

Introducción

“Las escuelas producen conformaciones sociales alrededor de la explotación de clase, de género y de raza, pero al mismo tiempo contienen pluralidades contradictorias que generan tanto posibilidades para mediar como para contestar a las ideologías y prácticas de dominación. En efecto, la escuela no es ni lugar de apoyo de la dominación que todo lo abarca, ni la localización de la revolución [...]”.

Henry Giroux

El texto que abre este apartado es sin duda una de las mejores formas de referirse a la escuela de hoy. En esta, como en toda formación social, coexisten una gran cantidad de experiencias que, en pugna y en contradicción, interpelan de manera permanente la institucionalidad que las ampara.

De eso se trata este ejercicio reflexivo y desde ahí se enuncia la intencionalidad investigativa. La de hoy sigue siendo una escuela hija y heredera de la tradición moderna: “América Latina ha sido heredera del conjunto de los aciertos y descalabros del proceso educativo que Europa maduró, principalmente el que tiene que ver con la escolástica y la ilustración, que trasladaron su escenario de disputa al contexto latinoamericano” [Díaz y Sanabria, 2016, p. 29]; de allí que sus consignas actuales sigan siendo la instrucción y el control, tal como lo ha señalado la sociología crítica. Sin embargo, como también lo ha planteado la pedagogía crítica, esa escuela es campo de lucha y resistencia. La imagen no es unívoca; el espejo que la refleja deja ver formas que se multiplican a través de los lenguajes, códigos, tensiones y subjetividades que la asisten y en esa multiplicidad acontece y se deja habitar.

El sujeto en la modernidad se había constituido sobre un único centro que era la posesión de la verdad por vía de la razón (el cogito cartesiano planteado en el “pienso luego existo”). Además, su identidad estaba fundada en el conocimiento interiorizado como sujeto de aprendizaje (de su unidad de conocimiento interno) que lo dotaba de una autonomía, por la cual se hacía responsable de sí y por lo tanto pensable desde dentro hacía fuera [Mejía, 2006, p. 144].

Pero ¿qué identifica a esta escuela?, ¿cómo se ha transformado?, ¿cuáles son las tensiones heredadas y cuáles emergen hoy de la cotidianidad escolar?, ¿cómo transitan, suceden y se confrontan las subjetividades que acontecen allí?, ¿dónde las fronteras y dónde los encuentros?

Para intentar un abordaje de estas interrogaciones, el presente trabajo pone el acento en tres aspectos constitutivos del aparato escolar: por un lado, el fenómeno de la enseñanza discutido en perspectiva de lo que se denomina la escuela de la instrucción; por el otro, el lugar y desarrollo de las prácticas pedagógicas de los maestros como campo de reproducción y contestación; y, por último, las potencialidades de la escuela y su experiencia en clave de agencia y transformación.

Para la teoría social contemporánea Giddens (1995), el concepto de “agencia” supone una nueva relación del sujeto-agente con el contexto social; esto implica movimiento, capacidad de acción y de actuación de ese sujeto-agente en el acontecimiento de la realidad. De ahí que interese a este ejercicio reflexivo pensar la escuela en su devenir de acción y posibilidad. En esta perspectiva de análisis se consideran las prácticas de los sujetos como acciones determinantes en la formación de estructura y, por tanto, se reivindica la necesidad de su análisis en tiempos y espacios determinados del sistema social vigente:

La clave para entender el orden social, en el sentido más general del término que he distinguido antes no está en la “interiorización de los valores”, sino en las relaciones cambiantes entre la producción y reproducción de la vida social por sus actores constituyentes […], la simiente del cambio existe en cada acto que contribuye a la reproducción de cualquier forma “ordenada” de vida social [Giddens, 1987, p. 104].

Agencia y estructura en la perspectiva de Giddens (1995) constituyen un sistema social objeto de transformación a partir de la acción del sujeto en la realidad; de allí el concepto de reflexividad como potenciador de la agencia. Para este caso, se trata de poner en discusión los lugares en los que se desarrolla la experiencia de saber, el ejercicio de la práctica y el devenir de un proceso de descubrimiento, transformación y resistencia en la escuela que se hace necesario tras la vigencia de prácticas de dominación que otrora denunciaran los teóricos de la reproducción (Bourdieu y Passeron, 1995).

La escuela de la instrucción

“Hasta ese momento había creído lo que creían todos los profesores concienzudos: que gran tarea del maestro es transmitir sus conocimientos a sus discípulos para elevarlos gradualmente hacia su propia ciencia. Sabía como ellos que no se trataba de atiborrar a los alumnos de conocimientos, ni de hacérselos repetir como loros, pero sabía también que es necesario evitar esos caminos del azar donde se pierden los espíritus incapaces todavía de distinguir lo esencial de lo accesorio y el principio de la consecuencia.”

Jacques Rancière.

Tal como lo dice Rancière (2003), el orden explicador imperante en la escuela moderna reproduce una forma de agotamiento de la inteligencia. El maestro como instructor ocupa gran parte de la escena formativa y, en la lógica orientadora e iluminadora, asiste al ignorante en la búsqueda de la luz.

Esta necesidad de explicación constante introduce una práctica pedagógica que centra la atención en quien conduce la escena de clase; argumenta la dicotomía aún existente y defendida de quien “sabe” (maestro-enseña) y de quien “no sabe” (alumno-aprende). Así, toda forma de razón es explicada, toda comprensión es anticipada por un ritual de explicación que lo permite: “El maestro es vigilante y paciente. Verá que el pequeño ya no le sigue, volverá a ponerlo en el camino explicándole nuevamente. Así el pequeño adquiere una nueva inteligencia, la de las explicaciones del maestro” [Rancière, 2003, p. 6]. Se pone de relieve, entonces, un sistema de conocimiento que es traducido, entregado, heredado y que difícilmente puede emerger desde el sujeto mismo, desde su propia realización con la experiencia de saber.

En esta escuela nada acontece por azar; todo es producto de un ejercicio planeado que en la lógica misional de la institución escolar debe ponerse en marcha. En ella se tejen los rituales de la explicación, la evaluación, la nota y la sanción.

Esta herencia sin duda caracteriza la escuela de hoy. El maestro, tal como Jacotot,[1]en Rancière (2003) hasta el día de “su ruptura”, se ocupa de la entrega de los códigos morales e intelectuales de los que se debe alimentar quien asiste a la “religiosidad” de la escuela. El aula de clase es entonces el campo en el que acontece la experiencia de la enseñanza, pero pocas veces sucede allí la experiencia del aprendizaje.

Esta es la discusión permanente en torno a la pregunta por la construcción de conocimiento en la escuela. Al respecto, Zemelman (2006, p. 16) señala: “Este debate toma como eje la cuestión del conocimiento pedagógico didáctico y su proyección política en la acción cotidiana de enseñar, cuestionando la propia construcción de conocimiento escolarizado y convocando la presencia del sujeto concreto como hacedor de realidades y de vida”.

Y es un cuestionamiento objeto de análisis porque en la actualidad la escuela sigue privilegiando el conocimiento declarativo (Zuleta, 2008). En efecto, el saber como elaboración teórica que antecede al acto de la enseñanza se postula como verdad irrefutable objeto de la transacción de atención y obediencia a cambio de información para la vida.

En esta escena aparece una de las formas en que el discurso escolar entrampa las subjetividades. La consigna que defiende la escuela hoy en torno a la culminación del ciclo de formación de la educación media se traduce en la aspiración de un proyecto de vida que ha sido pensado por los adultos (familia y escuela) para que, al salir almundo real el estudiante lo haga realidad. El asunto de atención aquí radica además en que ese proyecto está vinculado de manera directa con el mundo laboral. Nuestras escuelas hoy reivindican a través de ese discurso tal como lo prescribió la taylorización de la educación en los años setenta la relación escuela-empresa y este vínculo, aunque haya mutado, no ha desaparecido.

“Una vida para la excelencia” reza el PEI de un colegio público de la ciudad de Bogotá (Colegio Alfonso López Michelsen, 2016) y en su discurso las palabras competitividad y productividad ocupan un espacio importante del horizonte institucional.

La refundación de la escuela se desarrolla no sólo desde una idea de conocimiento y tecnología que guía su accionar, sino también desde una mirada colonizadora que, partiendo del mundo sajón y los organismos multilaterales, considera que una escuela en los países menos desarrollados debe ser colocada en los criterios de la productividad neoliberal (eficacia-eficiencia) para determinar su rendimiento [Mejía, 2006, pp. 148-149].

Así, la matriz política, social, económica y cultural desde la cual se sustenta el acto de conocimiento en nuestras escuelas privilegia una pedagogía de la repetición, la memorización y la obediencia (Quintar, 2006). Los modelos de actuación social que son representados a través de la fragmentación del saber y las prácticas que buscan legitimar la democracia escolar son algunos de esos ejemplos, sin contar con que al interior de las instituciones se disputan formas de poder a través de las cuales se evidencian métodos de clasificación, segmentación y selección:

Las escuelas son vistas dentro de esta perspectiva como sitios meramente instruccionales. Se pasa por alto que las escuelas son también sitios culturales, así como la noción de que las escuelas representan campos de contestación y lucha para los grupos diferencialmente investidos de poder cultural y económico [Giroux, 2008, p. 103].

En las aulas de clase se despliega un discurso que está posicionado, dictado generalmente por las corporaciones económicas, y la forma en el que el mundo hoy se ordena también es la forma en la que en la escuela acontece la vida y el saber. Al respecto, Giroux (2008, p. 103) declara que:

Dentro de este marco de referencia hay una serie de prácticas que vale la pena mencionar: primero, la ideología está disuelta dentro del concepto de conocimiento objetivo; segundo, la relación entre el currículo oculto y el control social está descartado por una preocupación por diseñar objetivos, y finalmente, la relación entre socialización y reproducción de clase, género y desigualdades sociales es ignorada debido a una anulante preocupación por encontrar formas de enseñar un conocimiento que en gran parte es predefinido.

El velo que recubre estas prácticas por lo general se ampara en la necesidad de guiar, enseñar y asegurar un perfil de ciudadano que las escuelas están en la obligación moral de formar (Durkheim, 1999). Por tanto, toda lógica de instrucción alberga la amenaza de no ser útil al mundo productivo que se abre más allá de la escuela (Sábato, 2000), y quien no logre incorporar el cúmulo de información que ha sido objeto de parcelación y que se entrega a través de las asignaturas, proyectos de aula o espacios académicos será víctima de exclusión del sistema, que ya también ha hecho la propia parcelación del lugar que ocupará cada quién en la sociedad de mercado (Galeano, 2009).

El asunto de análisis pasa por la revisión de los códigos y dispositivos (Foucault, 2007) que atesora la escuela para su persistencia. Uno de esos dispositivos lo constituyen las prácticas pedagógicas, desde las cuales el sujeto docente entra en escena y toma posición y, por ello, la necesidad de leer cómo se dan esos desarrollos de la experiencia y cómo actúa el maestro en tal circunstancia.

Sobre la práctica pedagógica

La práctica pedagógica acontece en el escenario escolar a través de las acciones que relacionan a los sujetos del acto pedagógico. Tales acciones están contenidas por múltiples elementos que pasan desde las formas de producir discurso (Bernstein, 1990), el proceso de comunicación con sus diversos matices hasta los mecanismos de regulación que la escuela impone.

Con el término de prácticas pedagógicas generalmente nos referimos a los procedimientos, estrategias y prácticas que regulan la interacción, la comunicación, el ejercicio del pensamiento, del habla, de la visión, de las posiciones, oposiciones y disposiciones de los sujetos en la escuela [Díaz, s.f., p. 2].

Freire sostiene que la práctica es práctica en el mundo, que los sujetos están inmersos en contextos particulares y, por tanto, no se puede pensar la práctica del maestro como retórica protocolaria sobre el saber y el deber moral que se instruye en la escuela y, por el contrario, la práctica pedagógica como acción en contexto responsabiliza al maestro de un hacer situado y consciente en el ámbito donde está produciéndose dicha experiencia. “En el contexto teórico, el de la formación permanente de la maestra, es indispensable la reflexión crítica sobre los condicionamientos que el contexto cultural ejerce sobre nosotros, sobre nuestro modo de actuar, sobre nuestros valores” [Freire, 2009a, p. 118].

En tal sentido, el ejercicio de la formación que se imparte a los educadores debe pasar por una conjugación esencial entre la teoría y la práctica. Una sin la otra carece de objetividad y de dimensión de la realidad concreta sobre la que se actúa. En Freire (2009a), además, se distingue esta necesidad fundamental de anclar una relación permanente claramente dialéctica entre la teoría y la práctica como ejercicio de contradicción y complementariedad vital para la acción pedagógica:

La dialéctica entre la práctica y la teoría debe ser plenamente vivida en los contextos teóricos de la formación de cuadros. Esa idea de que se puede formar a una educadora en la práctica enseñándole como decirle “buen día” a sus alumnos, enseñándole a guiar la mano del educando en el trazo de una línea, sin ninguna convivencia seria con la teoría, es tan científicamente equivocada como la de hacer discursos o peroratas teóricas sin tomar en consideración la realidad concreta, ya sea la de la maestra, o la de las maestras y sus alumnos [Freire, 2009a, p. 118].

Así, la práctica pedagógica es entendida como hecho social en tanto aborda aspectos del hacer reflexivo del maestro en relación con las estructuras que regulan la escuela dentro y fuera de esta.

Las prácticas pedagógicas no se limitan a la acción de enseñanza y, por el contrario, suponen un enclave de relaciones dialógicas entre el sujeto, el saber y la institución; “constituyen un conjunto especializado de prácticas de transmisión cultural (apropiación reapropiación cultural) estructuradas y reguladas por una gramática especializada cuyas reglas y principios subyacentes están animados por voces de clase” [Díaz, s.f., p. 29]. Lo anterior supone que tiene como potencia de abordaje sus dimensiones a partir de los sujetos que la agencian. Por lo tanto, “la práctica pedagógica no puede definirse sino a condición de la existencia de los sujetos en ella inscritos o dispersos que aseguran la existencia de su estructura y pueden transformarla” [Díaz, s.f., p. 8].

Entendemos que la práctica pedagógica en tanto práctica social, reflexiva e interrogada por el contexto de su acontecer está dotada de múltiples significados y propósitos. No hay prácticas neutrales o deshabitadas de sentido e intencionalidad (Freire, 2009b) y, por tanto, el análisis de sus anclajes, continuidades y rupturas tiene que estar caracterizado por marcos interpretativos amplios que permitan su despliegue como acto performativo, dialéctico y plural que en un gran porcentaje opera como vehículo de transmisión y reproducción.

En tal sentido, la práctica pedagógica expresa los valores sociales, éticos y políticos de la sociedad que la detenta. Estos valores son apropiados por los sujetos a través de su experiencia con el saber, el lenguaje y la institucionalidad reguladora. Como expresión, la práctica es un acto comunicativo intencionado:

En el sentido en que establece límites en el ejercicio de los intercambios pedagógicos regulados por reglas de interacción precisas como la secuencia, el ritmo y los criterios de evaluación dados. Los límites institucionales establecidos a la comunicación se relacionan con las condiciones sociales de producción de enunciados legítimos que regulan/transforman los enunciados cotidianos de los hablantes legitimados (en este caso, el maestro, el alumno, el padre o la madre, el socializador, el controlador) [Díaz, s.f., p. 14].

La práctica se constituye en un campo donde confluyen las intencionalidades educativas, las apuestas teóricas que ayudan a sus comprensiones y los métodos que permiten desplegar el saber (Zuluaga et al., 2011). Sin duda, estos elementos entramados se soportan en la dinámica de la escuela en la que se potencia la práctica en función de formas específicas de reproducción o resistencia.

Althusser (1970) considera la escuela como aparato ideológico del Estado el cual reproduce el sistema de desigualdades; sin embargo, reconoce que no es responsable de su transformación. Este posicionamiento teórico asume el reto de pensar la escuela como consecuencia de la estructura social y no como agente de constitución y modificación sustancial de esta.

La escuela (pero también otras instituciones del Estado como la iglesia, y otros aparatos como el ejército) enseñan “habilidades” pero en formas que aseguren el sometimiento a la ideología dominante o la dominación de su práctica. Todos los agentes de la producción, de la explotación y de la represión, sin hablar de los (profesionales de la ideología (Marx), deben estar a un título u otro “penetrados” de esta ideología, para poder realizar “concienzudamente” su tarea, sea la de explotados (proletarios), sea la de explotadores (capitalistas), sea la de auxiliadores de la explotación (cuadros), sea la de los grandes sacerdotes de la ideología dominante (sus funcionarios) [Althusser, 1970, p. 20].

En tales circunstancias, serían objeto de estudio las decisiones que están tomando las escuelas actualmente, en correspondencia con la política educativa que regula las relaciones, lenguajes, opciones curriculares, incluso los mecanismos de negociación política y cultural que se dan al interior de las instituciones. En el mismo sentido, vale la pena indagar los lenguajes que transitan las escuelas para entender cómo estos están permeados por gramáticas de la regulación y el control social (Foucault, 2003). En la lista de los objetos se pueden identificar claramente los manuales de convivencia[2] y la Ley de Infancia y Adolescencia;[3]los discursos de mediación curricular que dictan los saberes mínimos y alcances de los objetos de conocimiento; el imperio de los sistemas de evaluación que condenan las prácticas de enseñanza a la medición numérica y una serie de eventos que regulan la vida escolar y que la desplegadas hoy como modelo de reproducción que se entrona en los pasillos, las aulas y que terminan encarnando los mismos sujetos en la escuela.

De esta realidad emergen mandatos de los maestros en los cuales se legitima la imposición de la cultura dominante y, amparados en la autoridad pedagógica (Bourdieu, 1995), agencian universos de poder que contribuyen a domesticar las conciencias de los estudiantes, apuntalando así un esquema de relaciones con el conocimiento que reduce y confina el saber a su utilidad mecánica.

Los maestros cooperan con la lógica dominante en el sentido de impregnar su saber de un potencial de realización a futuro, en una suerte de anulación del presente, impidiendo así que el saber opere como luz en la comprensión del mundo que habitan los estudiantes hoy. Se pierde la aspiración de saber más allá de la lógica empírica empresarial que determina la vida académica y social de la escuela. Al respecto:

En realidad, para que se pueda ejercer la acción pedagógica se necesita que la autoridad que la dispensa sea reconocida como tal por aquellos que la sufren. La autoridad de los pedagogos no es personal y carismática, como tienden a creer y a hacer creer los pedagogos, sino que deriva de la institución legítima, la escuela, de la que son agentes. La escuela es, por lo tanto, la institución investida de la función social de enseñar y por esto mismo de definir lo que es legítimo aprender [Bourdieu, 1995, p. 18].

Sin embargo, hay que decir que esta actitud de los maestros es consecuencia de su propia incorporación a los sistemas de reproducción, desde la formación hasta la imposición de políticas de las que son objeto; de allí que su función esté mediada por otras regulaciones externas en las que los maestros disputan su autonomía en torno a decisiones fundamentales de su acción pedagógica.

Los maestros que en condiciones espantosas tratan de volver contra las ideologías, contra el sistema y contra las prácticas en las cuales están agarrados, algunas armas que pueden encontrar en la historia y el saber que ellos “enseñan”. Son especie de héroes. Pero son raros, y hasta qué punto la mayoría ni siquiera ha comenzado a sospechar el “trabajo” que el sistema (que los supera y aplasta) los obliga a hacer, peor, dedican todo su corazón y su ingeniosidad a realizarlo con la mejor conciencia (los famosos métodos nuevos). No se dan cuenta de que contribuyen con su consagración misma a entretener y a nutrir esta representación ideológica de la escuela, que la hace tan natural e indispensable, útil y bienhechora a nuestros contemporáneos, como la iglesia era natural, indispensable y generosa para nuestros antepasados de hace algunos siglos [Althusser, 1970, pp. 48-49].

Hay que decir que la práctica pedagógica toma forma en tanto opta ideológicamente por un lugar de enunciación. Esta carga ideológica detentada por la autoridad del maestro juega con la construcción simbólica de la realidad del sujeto en formación y determina los códigos de acceso o restricción de los que serán objeto esas subjetividades.

Las relaciones de fuerza determinan el modo de imposición característico de una acción pedagógica, como sistema de los medios necesarios para la imposición de una arbitrariedad cultural y para el encubrimiento de la doble arbitrariedad de esta imposición, o sea, como combinación histórica de los instrumentos de violencia simbólica y los instrumentos de encubrimiento (o sea, de legitimación) de esta violencia [Bourdieu, 1995, p. 56].

El desafío para los maestros en la escuela se refiere aún a la necesidad de dilucidar los mecanismos en que opera la violencia simbólica a través del poder arbitrario(Bourdieu, 1995) y desmontarlos como regla de actuación pedagógica allí.

En tal sentido, se ubica al maestro en un lugar de tensión respecto a su función y las consideraciones que sobre dicha función construye él mismo, así como las que se construyen respecto a él.

El puesto del maestro está tan cristalizado que hasta tiende a adquirir cierta “naturalidad”. Lo que es el producto de una historia de luchas, compromisos, relaciones de fuerza, intereses, etc., se presenta como algo dado, como una realidad social “dura”, “hecha cosa” que se impone a sus ocupantes y hasta llega a apoderarse de ellos. Como decía Marx, el heredero es apropiado por la herencia [Tenti, 2013, p. 101].

Esta dimensión de análisis cobra sentido en tanto disputa un lugar de enunciación para la labor docente y denuncia las condiciones en que se viene juzgando la profesión. Por tanto, se hace necesario repasar los códigos de análisis que se han elaborado en torno a la función docente en dos sentidos paradigmáticos: por un lado, el maestro como emisario de una especie de apostolado, principio que descansa en la idea de la vocación; y por el otro, la dimensión técnico-científica que determina al maestro como agente instruido en las disciplinas específicas y la acción pedagógica otorgada por su formación, especialmente en las escuelas normales que luego operará en sus prácticas pedagógicas formales (De Tezanos, 2006). Tanto una como otra definición han dotado al maestro de una distinción respecto de otras profesiones y ha impuesto un papel relevante en la configuración del orden social vigente que se reproduce en la escuela.

Para Tenti (2013), se vienen presentando una serie de condiciones diferenciales para comprender la práctica de enseñanza y, en esto, el lugar del educador como detentor de dicha práctica. Así, el cuerpo docente es considerablemente heterogéneo y está determinado por diversas condiciones subjetivas, objetivas y simbólicas que pasan a su vez por las condiciones salariales, las posibilidades de movilización social y política, los acumulados de experiencia personal, la procedencia de su condición de sujeto (raza, género, origen, posición social, entre otros), así como por las condiciones del contexto donde ejerce su oficio, que pasan también por las determinaciones institucionales, curriculares y políticas de su práctica. Esto sin contar con que hoy el ejercicio docente ha sido matizado por el uso de la tecnología como factor determinante de los procesos que se dan dentro y fuera del aula de clase.

Esta discusión implica pensar al maestro como sujeto político (Ortega, Peñuela y López, 2009), hacedor de cultura, inmerso en un contexto determinado e inscrito en circunstancias particulares de su tiempo. En tal sentido, las rupturas que puedan hacer los maestros en la experiencia de formación de la que son protagonistas, y las que a su vez conducen, son el anclaje desde el cual será posible visibilizar las prácticas de dominación y transformarlas en prácticas de liberación (Freire, 1997).

La tarea, como lo han planteado los pedagogos críticos, no es responsabilizar a la escuela del cambio estructural que requieren las sociedades que hoy perpetúan las instituciones del control, la violencia y la segregación; se trata de hacer visible y tensionar el análisis respecto del acontecimiento escolar con todos sus matices, para que en la identificación de sus aparatajes y fronteras se pueda avizorar un camino de posibilidad, un lugar para la agencia.

De la práctica a la experiencia o de la escuela instruccional a la escuela reflexiva

“Devenir autónomo implica aquí el desarrollo de una subjetividad reflexiva y deliberante que, en sucesivos actos de conciencia de sí y del mundo, pueda superar una cotidianidad tecnologizada, superar el ser una máquina pseudo-racional socialmente adaptada implica cambiar las preocupaciones del enseñante por qué cómo y para qué enseñar a quién y con qué sentido enseñar, cambiar la explicación descriptiva e intelectual del mundo por la interpretación de un pensamiento meditativo y reflexivo de lo que sucede en él.”

Hugo Zemelman.

Tal como lo anuncia Zemelman (2006), la tarea pendiente de la escuela tiene que ver con las subjetividades autónomas que aún no ha sido posible desarrollar por la lógica explicativa que abunda en el presente escolar. El maestro se sigue erigiendo como mediador-transmisor de los grandes relatos explicadores que instaló la modernidad. El tránsito hacía un nuevo paradigma lejos del explicativo configura hoy uno de los retos más importantes para la práctica pedagógica en tiempos en los que la información opera en la inmediatez y la fugacidad del instante.

El rompimiento de la lógica instruccional, que recuerda Rancière (2003) cuando se refiere a la experiencia de Joseph Jacotot, es esencialmente un camino de experiencia; se trata de un pasaje personal en el que se ejercita la autoconciencia. Para ello, el maestro pasa por un lugar oscuro; le asiste la inseguridad de su hacer, la angustia por las respuestas en torno a su oficio; sin embargo, es allí donde mejor puede vislumbrar posibilidades para innovar y repensar las rutas de su práctica; es el momento en que redescubre el camino de su experiencia de enseñanza y de esa nueva apuesta deriva una realidad inédita a su paso por la escuela:

Esta dificultad tomó circunstancialmente la forma de la consigna dada por Jacotot. Y de ello resultaba una consecuencia capital, no ya para los alumnos sino para el maestro. Los alumnos aprendieron sin maestro explicador, pero no por ello sin maestro. Antes no sabían, y ahora sabían. Luego Jacotot les enseñó algo […] entre el maestro y el alumno se había establecido una pura relación de voluntad a voluntad […] [Rancière, 2003, p. 6].

Deslocalizar las prácticas de enseñanza, habilitar otros lenguajes en los discursos sobre el saber, así como problematizar el presente en sentido histórico es quizás un camino posible para ir allanando el camino; “uno de los efectos de la toma de conciencia es que uno siente la necesidad de reescribir, a partir de ese momento de cambio, su propia historia” (Larrosa, 2000, p. 34).

Muchas contradicciones se presentan en la escena educativa entre uno y otro saber. Las disciplinas se estudian someramente en las facultades de educación y sus posibilidades didácticas no han sido reflexionadas de manera contundente. Esta situación lleva a que el maestro empiece a transitar en tierras movedizas respecto a las prácticas de enseñanza, pues, como se sabe, uno de los ritos de trabajo del maestro que tiene mayor complejidad es la traducción de los lenguajes científicos de su disciplina al lugar de conocimiento de los estudiantes (Vásquez, 2007). Pero en esta situación particular es justamente donde recae el desafío de pensar el conocimiento en la escuela:

Lo importante aquí es observar el origen de nuestra escuela y cómo esto signó la organización curricular de la misma. Esta organización se basa en las disciplinas con enfoques positivistas y respondían, como se cita anteriormente a: los conocimientos lógicamente sistematizados, acumulados por la humanidad y la transmisión de la herencia cultural a los alumnos [Quintar, 2006, p. 67].

La clave está en disponer de una discusión que problematice este repertorio formativo y que permita vislumbrar algunas experiencias concretas desde las cuales los maestros construyen experiencias pedagógicas enunciadas desde otros referentes teóricos, didácticos, epistémicos, políticos y sociales.

Un vacío inminente se sigue presentando con este divorcio de los saberes. No hay fortaleza del conocimiento profesional del maestro desde una experiencia con el saber de la disciplina que estudia y de los discursos pedagógicos constituyentes de su hacer en el aula y, en general, en la escuela. El conocimiento del maestro se fragmenta en una lógica enciclopédica que sustituye las amplias posibilidades de un saber pedagógico emergente que anida en la experiencia de esos maestros y en las potencialidades que reviste el contexto real desde el cual deben estar sistematizándose las reflexiones en aras de un saber propio.

Estamos ante la necesidad apremiante de poner en tela de juicio el poder instruccional y ello, a lo mejor, no signifique tan solo repensar la práctica en el sentido de innovar los métodos, sino, por el contrario, de destruir cualquier posibilidad metódica conocida. Para Jacotot, dejar en libertad para aprender se convirtió en la única posibilidad real de enseñar (Rancière, 2003).

La experiencia nos ha dicho que mucho de lo que hacemos en la escuela se traduce en frustración posterior; talentos por descubrir terminan segregados y reducidos a una suerte de exposición mediática que opera en la práctica escolar a través de las menciones, reconocimientos protocolarios o aplausos que clausuran cualquier potencialidad real de pensamiento creador. Bauman (2013) advierte que en el advenimiento del mundo líquido es imperativo que los sujetos puedan hallar asidero desde su experiencia vital, desde lo que son, les constituye y convoca en su propio sentido de legitimidad.

Repica en los pasillos una denuncia vigente: mientras sigamos asistiendo al derrumbamiento del proyecto de humanidad, expresado en la fuerza devastadora del capitalismo, será muy difícil que nuestras aulas sean escenarios del acontecimiento plural de la vida. Pese a ello, nos asiste la responsabilidad ética y política de colocarnos históricamente y, de manera afirmativa, ante una compleja realidad en la que podamos ensanchar lo posible.

De allí que la apuesta de la sociología y la pedagogía crítica siga siendo develar las relaciones de poder existentes, pero también alertar por las formaciones culturales en resistencia que explotan en esa escuela. Reconocer este modo de actuación de la escuela permite que quienes la habitan tomen posición:

Cualquier práctica pedagógica genuina exige un compromiso con la transformación social en solidaridad con los grupos subordinados y marginados, lo que por necesidad implica una opción preferencial por el pobre y por la eliminación de las condiciones que permiten el sufrimiento humano. Tales teóricos impugnan el hincapié que la democracia liberal hace en el individualismo y la autonomía respecto de las necesidades de los demás [McLaren, 2003, p. 258].

Esto pasa por decir que requerimos una pedagogía que sea capaz de enfrentar al sujeto en su construcción histórica, y tal como lo plantea Zemelman (2006, p. 82), que sea a su vez capaz de colocarse frente a la realidad como condición de posibilidad del conocimiento:

La relación de conocimiento es la capacidad que tiene cada individuo de colocarse en su mundo. Pero, ¿qué significa colocarse en el mundo? Significa no explicarlo, sino interpretarlo, reconocerlo. Pues la primera exigencia de la colocación es ponerse en su mundo sin la mediación precipitada de reducir esa relación a una explicación.

En este sentido, agenciar experiencias pedagógicas que estén en la disposición de construir pensamiento histórico a través del cual interpelar el presente y al sujeto de actuación deberá ser una consigna que permita redireccionar los escenarios de la escuela en tiempos de incertidumbre, soledad y nuevas formas de poder. Hoy, las fronteras se multiplican y las distancias se amplían separando, fragmentando y deshumanizando. A la escuela y a quienes la habitan, en cualquier caso, les sigue asistiendo la responsabilidad de pensar su lugar en una época de perplejidad como esta. Porque como principio de agencia, la reflexividad del sujeto en acción debe ser la que posibilite la reconfiguración de la estructura que en este caso se expresa en los centros educativos.

Referencias

Althusser, L. (1970). Ideología y aparatos ideológicos del estado. Buenos Aires: Nueva visión.

Bauman, Z. (2013). Sobre la educación en un mundo líquido. Madrid: Paidós.

Bernstein, B. (1990). La construcción social del discurso pedagógico. Bogotá: Producciones y Divulgaciones Culturales y Científicas, El Griot.

Bourdieu, P. y Passeron, C. (1995). La preproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza. México: Fontamara.

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Notas

[1] Jacques Rancière, en el libro El maestro ignorante. Cinco lecciones para la emancipación intelectual, retoma la experiencia del pedagogo Joseph Jacotot (1818), quien es asignado maestro de un grupo de estudiantes en Lovaina. La particularidad de esta experiencia es que los estudiantes en su mayoría no dominaban el idioma francés, mientras el profesor Jacotot ignoraba el holandés. En tal circunstancia, y para zanjar dicha condición, decide pedir a los estudiantes leer una edición bilingüe de Las aventuras de Telémaco de Fénelon. En lo que Rancière llamara “una aventura intelectual”, Jacotot interpela el método clásico de enseñanza y se interpela a sí mismo, pues a través del estudio del texto y de su traducción los estudiantes fueron capaces de aprender la lengua y dar cuenta de la comprensión de la novela sin explicación alguna del maestro. De manera sorprendente, tal experiencia superó sus expectativas y lo llevó a formular una propuesta didáctica en la que el alumno, según esto, es capaz de aprender y elaborar sus propias comprensiones sin la mediación del maestro, desplazando así la lógica de transferencia del conocimiento. Rancière aborda en su libro esta experiencia con el objeto de reflexionar en torno a la idea de la emancipación intelectual.
[2] El manual de convivencia se considera un acuerdo entre los diferentes estamentos de la institución escolar. Hace parte de las regulaciones hechas por el Ministerio de Educación Nacional (MEN) para atender las necesidades que se presentan en las instituciones escolares.
[3] Ley 1098 de 2006 por la cual se expide el Código de la Infancia y la Adolescencia.

Notas de autor

* Ana María Guzmán Mora. Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Es maestra de la Secretaría de Educación de Bogotá (formación media-secundaria) y de la Universidad Pedagógica Nacional: Licenciatura en Educación Comunitaria con Énfasis en Derechos Humanos. Maestra-investigadora en Programas de Educación e Investigación para el Desarrollo Social Alternativo (PEIDSA) y parte de los grupos de investigación Polifonías de la Educación Popular e Infancias y Expresiones. Sus publicaciones más recientes son: Historias de vida en la práctica en responsabilidad social del CED Bogotá́ Sur; un acercamiento a la subjetividad política femenina (2016) y Caminando la experiencia: memoria de un proceso educativo en perspectiva crítica y popular (2019).
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